Redacción ACI Prensa
Imagen referencial. Papa Francisco en Aula Pablo VI. Foto: Pablo Esparza / ACI Prensa
El Papa Francisco inauguró el Simposio internacional “Para una teología fundamental del sacerdocio” que se lleva a cabo del 17 al 19 de febrero en el Vaticano.
En su largo discurso, en el que improvisó en numerosas ocasiones, el Santo Padre defendió el celibato sacerdotal y alentó a los presbíteros a mantener la cercanía con Dios, con el Obispo, entre los sacerdotes y con el Pueblo de Dios.
“Me atrevería a decir que ahí donde funciona la fraternidad sacerdotal y hay lazos de auténtica amistad, también es posible vivir con más serenidad la elección del celibato. El celibato es un don que la Iglesia latina custodia, pero es un don que para ser vivido como santificación requiere relaciones sanas, vínculos de auténtica estima y genuina bondad que encuentran su raíz en Cristo. Sin amigos y sin oración el celibato puede convertirse en un peso insoportable y en un anti testimonio de la hermosura misma del sacerdocio”, advirtió el Papa.
A continuación, el discurso completo pronunciado por el Papa Francisco:
Queridos hermanos, buenos días:
Agradezco la oportunidad de poder compartir con ustedes esta reflexión que nace de lo que el Señor me fue mostrando a lo largo de estos más de 50 años de sacerdocio. No quiero excluir de este recuerdo agradecido a aquellos sacerdotes que, con su vida y testimonio, desde mi niñez me mostraron lo que configura el rostro del Buen Pastor. He meditado sobre qué compartir de la vida del sacerdote hoy y llegué a la conclusión de que la mejor palabra nace del testimonio que recibí de tantos sacerdotes a lo largo de los años. Lo que ofrezco es fruto del ejercicio de pensar en ellos, discernir y contemplar cuáles eran las notas que los distinguían y les brindaban una fuerza, alegría y esperanza singular en su misión pastoral.
A su vez, tengo que decir lo mismo, de aquellos hermanos sacerdotes que tuve que acompañar porque habían perdido el fuego del primer amor y su ministerio se había vuelto estéril, rutinario y sin sentido.
El sacerdote durante su vida pasa por distintos estados y momentos; personalmente he pasado por distintos estados y momentos y rumiando las mociones del espíritu constaté que en algunas situaciones, inclusive en momentos de pruebas, dificultades y desolación, cuando vivía y compartía la vida de determinada manera, permanecía la paz. Soy consciente de que mucho se podría hablar y teorizar sobre el sacerdocio, hoy quiero compartirles esta “pequeña cosecha” para que el sacerdote de hoy, sea cual sea el momento que esté viviendo pueda vivir la paz y la fecundidad que el Espíritu quiere regalar. No sé si estas reflexiones son el “canto del cisne” de mi vida sacerdotal, pero sí puedo asegurar que vienen de mi experiencia. Nada de teorías aquí, hablo de lo que he vivido.
El tiempo que vivimos es un tiempo que nos pide no solo detectar el cambio, sino acogerlo con la consciencia de que nos encontramos ante un cambio de época. Si teníamos dudas sobre esto, el Covid lo hizo más que evidente ya que su irrupción es mucho más que una cuestión sanitaria. Mucho más que un resfrío.
El cambio siempre nos presenta diferentes modos de afrontarlo; el problema es que muchas acciones y muchas actitudes pueden ser útiles y buenas, pero no todas tienen sabor a Evangelio. Aquí está el núcleo. Cambios y acciones que no tienen sabor a Evangelio, discernir esto.
Por ejemplo, buscar formas codificadas, ancladas en el pasado y que nos “garantizan” una forma de protección contra los riesgos, “refugiándonos” en un mundo o en una sociedad que no existe más -si es que alguna vez existió-, como si ese determinado orden sería capaz de poner fin a los conflictos que la historia nos presenta. La crisis del volver hacia atrás para “refugiarse”.
Otra actitud puede ser la de un optimismo exacerbado -“todo andará bien”, ir demasiado hacia adelante sin discernimiento y sin las decisiones necesarias- este optimismo terminará por ignorar los heridos de esta transformación y que no logra aceptar las tensiones, complejidades y ambigüedades propias del tiempo presente y “consagra” la última novedad como lo verdaderamente real, despreciando así la sabiduría de los años.
Son dos tipos de huidas, son las actitudes del asalariado que ve venir al lobo y huye: huye hacia el pasado o huye hacia el futuro. Ninguna de estas actitudes lleva a soluciones maduras. Lo concreto del hoy, allí debemos deternos. Lo concreto del hoy.
En cambio, me gusta esa actitud que nace de hacerse cargo con confianza de la realidad anclada en la sabia Tradición viva y viviente de la Iglesia, que puede permitirse remar mar adentro sin miedo. Siento que en este momento histórico, Jesús nos invita, una vez más, a “remar mar adentro” (cf. Lc 5,4) con la confianza de que Él es el Señor de la historia y que, de su mano, podremos discernir el horizonte a transitar.
Nuestra salvación no es una salvación aséptica, salvación de laboratorio o de espiritualismos desencarnados, es siempre la tentación del gnosticismo, es moderna; discernir la voluntad de Dios es aprender a interpretar la realidad con los ojos del Señor, sin necesidad de evadirnos de lo que acontece a nuestros pueblos y sin la ansiedad que lleva a querer encontrar una salida rápida y tranquilizadora de la mano de una ideología de turno o una respuesta prefabricada, ambas incapaces de asumir los momentos más difíciles e inclusive oscuros de nuestra historia. Estos dos caminos nos llevarían a negar «nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa» (Exort. ap. Evangelii gaudium, 96).
En este contexto, la vida sacerdotal también se ve afectada por este desafío, y un síntoma de ello es la crisis vocacional que en distintos lugares aflige a nuestras comunidades. Sin embargo, es cierto que esto se ha debido frecuentemente a la ausencia en las comunidades de un fervor apostólico contagioso, por lo que no inspiran entusiasmo y atracción. Comunidades funcionales, por ejemplo, bien organizadas, pero sin entusiasmo, “todo en orden”, falta el fuego del Espíritu.
Donde hay vida, fervor, deseo de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas. Incluso en parroquias donde los sacerdotes no están muy comprometidos y ni son alegres, es la vida fraterna y fervorosa de la comunidad la que suscita el deseo de consagrarse completamente a Dios y a la evangelización, sobre todo si esta comunidad activa reza insistentemente por las vocaciones y tiene el valor de proponer a sus jóvenes un camino de especial consagración.
Cuando caemos en el funcionalismo, en la organización pastoral, todo esto, solamente eso, esto no atrae nada, en cambio cuando hay ese sacerdote, esa comunidad, que tiene este fervor cristiano, bautismal, allí hay atracción de nuevas vocaciones.
La vida de un sacerdote es ante todo la historia de salvación de un bautizado. El Cardenal Ouellet ha mencionado la distinción entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio bautismal, nosotros muchas veces olvidamos el Bautismo y el sacerdote se convierte en una “función”, el funcionalismo. Esto es peligroso.
No debemos nunca olvidar que toda vocación específica, incluida la del Orden sagrado, es cumplimiento del Bautismo. Es siempre una gran tentación vivir un sacerdocio sin el Bautismo -existen, hay sacerdotes sin Bautismo- es decir, sin acordarnos que nuestra primera llamada es a la santidad.
Ser santos significa conformarse a Jesús y dejar que nuestra vida palpite con sus mismos sentimientos (cf. Flp 2,15). Solo cuando buscamos amar como Jesús amó, hacemos también visible a Dios y realizamos así nuestra vocación a la santidad. Con cuánta razón San Juan Pablo II nos recordaba que «el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizado» (Exort. ap. post sinodal, Pastores dabo vobis, 25 marzo 1992, 26). Ve a decir tú a algún Obispo o un sacerdote que debe ser evangelizado, no entienden, y esto sucede, es el drama de hoy.
Toda vocación específica se debe someter a este tipo de discernimiento. Nuestra vocación es en primer lugar una respuesta a Aquel que nos amó primero (cf. 1 Jn 4,19). Y esta es la fuente de esperanza ya que, aun en medio de la crisis, el Señor no deja de amar y, por tanto, de llamar. Y de esto cada uno de nosotros es testigo: un día el Señor nos encontró allí donde estábamos y como estábamos, en ambientes contradictorios o con situaciones familiares complejas -a mí me gusta releer Ezequiel 16 y muchas veces identificarme, me ha encontrado aquí, allí y te ha llevado hacia adelante-, pero eso no lo detuvo para querer escribir, por medio de cada uno de nosotros, la historia de salvación. Desde el comienzo fue así pensemos en Pedro y en Pablo, en Mateo, por nombrar algunos. Su elección no nace de una opción ideal sino de un compromiso concreto con cada uno de ellos, compromiso concreto.
Cada uno, mirando su propia humanidad, su propia historia, su propio carácter, no se debe preguntar si una opción vocacional es conveniente o no, sino si en conciencia esa vocación abre en él ese potencial de amor que hemos recibido en el día de nuestro Bautismo.
Durante estos períodos de cambio son muchas las preguntas a afrontar y también las tentaciones que vendrán. Por eso, en mi intervención, quisiera referirme simplemente en lo que me parece decisivo para la vida de una sacerdote hoy, teniendo en cuenta lo que dice Pablo: «en Él -es decir en Cristo- todo el edificio bien cohesionado va creciendo hasta formar un templo consagrado al Señor» (Ef 2,21). Crecer en forma ordenada quiere decir crecer en armonía y crecer en armonía solamente lo puede hacer el Espíritu Santo, como la bella definición de San Basilio, ipse harmonia est, en el número 38 del tratado.
Pienso que cada construcción, para mantenerse en pie, necesita unos cimientos sólidos; por eso quiero compartir las actitudes que dan solidez a la persona del sacerdote, quiero compartir las cuatro columnas constitutivas, cuatro columnas constitutivas de nuestra vida sacerdotal y que llamaremos las “cuatro cercanías”, porque siguen el estilo de Dios, que fundamentalmente es un estilo de cercanía (cf. Dt 4,7).
El estilo de Dios es cercanía, es una cercanía especial, compasiva y tierna. Las tres palabras que definen la vida de un sacerdote, de un cristiano también, que proceden del estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura.
Ya en el pasado he hecho referencia de esto, pero hoy quisiera detenerme de forma más extensa ya que el sacerdote más que recetas o teorías necesita herramientas concretas con las que confrontar su ministerio, su misión y su cotidianeidad. San Pablo exhortaba a Timoteo a mantener vivo el don de Dios que recibió por la imposición de sus manos, que no es un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad (cf. 2 Tm 1,6-7).
Creo que estas cuatro columnas, estas cuatro “cercanías” pueden ayudar de manera práctica, concreta y esperanzadora a reavivar el don y la fecundidad que un día se nos prometió. Mantener vivo aquel don.
Cercanía a Dios
Es decir, cercanía al Señor de las cercanías. «Yo soy la vid, ustedes son las ramas. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mí no pueden hacer nada. El que no permanece en mí será echado fuera, al igual que la rama que se seca, que luego se recoge, se arroja al fuego y se quema. Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y se les concederá» (Jn 15,5-7).
Un sacerdote es invitado ante todo a cultivar esta cercanía, la llaman intimidad con Dios, y de esta relación podrá obtener todas las fuerzas necesarias para su ministerio. La relación con Dios es, por decirlo así, el injerto que nos mantiene dentro de un vínculo fecundo.
Sin una relación significativa con el Señor nuestro ministerio está destinado a ser estéril. La cercanía con Jesús, el contacto con su Palabra, nos permite confrontar nuestra vida con la suya y aprender a no escandalizarnos de nada de lo que nos suceda, a defendernos de los “escándalos”. Al igual que el Maestro se pasará por momentos de alegría y de boda, de milagros y de curaciones, de multiplicación de los panes y de descanso. Existirán momentos en que se podrá ser alabado, pero también llegarán las horas de ingratitud, de rechazo, de duda y de soledad hasta tener que decir: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).
La cercanía con Jesús nos invita a no temer a ninguna de estas horas no porque seamos fuertes, sino porque lo miramos a Él, nos aferramos a él y le decimos: «¡Señor, no me dejes caer en la tentación! Hazme comprender que estoy viviendo un momento importante en mi vida y que tú estás conmigo para probar mi fe y mi amor» (C. M. Martini, La fuerza de la debilidad. Reflexiones sobre Job, Salterrae 2014, 84). Esta cercanía con Dios a veces tiene un estilo de lucha, luchar con el Señor principalmente en esos momentos donde su ausencia se hace más notoria en la vida sacerdotal o en la vida de las personas a ellos encomendada. Luchar y buscar su bendición hasta el amanecer (cf. Gn 32,25-27), que será fuente de vida para muchos.
A veces es una lucha. Me decía un sacerdote que trabaja aquí en la Curia de poner orden, es joven, me decía que volvía cansado, volvía cansado, pero descansaba antes de ir a la cama delante a la Virgen con el Rosario en la mano. Tenía necesidad de esa cercanía, uno ‘curial’, uno puede decir un empleado del Vaticano. Se critica mucho a la gente de la curia -muchas veces, es verdad- pero también puedo testimoniar que aquí dentro hay santos, y es verdad esto.
Muchas crisis sacerdotales tienen precisamente origen en una escasa vida de oración, en una falta de intimidad con el Señor, en una reducción de la vida espiritual a mera práctica religiosa. Esto quiero distinguir, también en la formación, una cosa es la vida espiritual y otra la práctica religiosa. ‘¿Cómo va tu vida espiritual? Bien, bien, hago la meditación por la mañana, recito el Rosario, rezo la ‘suegra’ -la suegra es el breviario-, rezo el breviario, yo cumplo todo’. Eso es práctica religiosa, pero cómo va tu vida espiritual.
Recuerdo momentos importantes en mi vida donde esta cercanía con el Señor fue crucial para sostenerme. Sostenerme en momentos obscuros, sin la intimidad de la oración, de la vida espiritual, de la cercanía concreta con Dios a través de la escucha de la Palabra, de la celebración de la Eucaristía, del silencio de la Adoración, de la consagración a la Virgen, del acompañamiento sapiente de un guía, del sacramento de la Reconciliación, sin estas “cercanías” concretas, en definitiva, un sacerdote es, por así decirlo, solo un obrero cansado que no goza de los beneficios de los amigos del Señor.
A mí me gustaba, en la otra Diócesis preguntar a los sacerdotes, me contaban sobre los trabajos, dime ¿cómo vas a la cama? -no entendían- en la noche, cómo vas a la cama, voy cansado, como algo y voy a la cama, y delante a la cama la televisión… Y ¿no pasas ante el Señor para al menos darle las buenas noches? Este es el problema. Falta de cercanía, era normal el cansancio del trabajo e ir a descansar, ver televisión que es lícito, pero sin el Señor, sin esto, había recitado el Rosario, había rezado el breviario, pero sin la intimidad del Señor, no sentía la necesidad de decir al Señor ‘adiós, hasta mañana, muchas gracias’. Son pequeños gestos que revelan la actitud de un alma sacerdotal.
Muy a menudo, por ejemplo, en la vida sacerdotal se vive la oración sólo como un deber, olvidando que la amistad y el amor no pueden imponerse como una regla externa, sino solo como una elección fundamental de nuestro corazón. Un sacerdote que reza, permanece en la raíz, no es más que un cristiano que ha comprendido en profundidad el don que ha recibido en el Bautismo. Un sacerdote que reza es un hijo que recuerda continuamente que es hijo y que tiene un Padre que lo ama. Un sacerdote que reza es un hijo que se hace “cercano” al Señor.
Pero todo esto es difícil si no estamos acostumbrados a tener espacios de silencio en nuestro día. Si no se sabe sustituir el verbo “hacer” de Marta para aprender el “estar” de María. Es difícil aceptar dejar el activismo que es agotador, muchas veces el activismo es una huída. Es difícil aceptar dejar el activismo que es agotador, porque cuando uno deja de estar ocupado, la paz no llega inmediatamente al corazón, sino la desolación; y para no entrar en desolación, estamos dispuestos a no parar nunca. Es una distracción el trabajo para no entrar en desolación, y la desolación es un punto de encuentro con Dios.
Pero es precisamente la aceptación de la desolación que viene del silencio, del ayuno de activismo y de palabras, del valor de examinarnos con sinceridad, que todo adquiere una luz y una paz que no se apoyan en nuestras fuerzas y capacidades. Se trata de aprender a dejar que el Señor siga realizando su obra en cada uno y pode todo aquello que es infecundo, estéril y que distorsiona el llamado.
Perseverar en la oración no solo significa permanecer fieles a una práctica, significa no escapar cuando precisamente la oración nos lleva al desierto. El camino del desierto es el camino que conduce a la intimidad con Dios, siempre que no huyamos, que no encontremos maneras para evadir este encuentro. En el desierto “le hablaré a su corazón”, dice el Señor a su pueblo por boca del profeta Oseas (cf. 2,16).
Esta es una cuestión para preguntarse, si es capaz de dejarse conducir al desierto. Los acompañamientos espirituales, quienes acompañan a los sacerdotes, deben entender y ayudarles a hacer esta pregunta: ¿tú eres capaz de dejarte conducir al desierto o vas inmediatamente al oasis de la televisión?
La cercanía con Dios permite al sacerdote tomar contacto con el dolor que hay en nuestro corazón y que, si se acepta, nos desarma hasta hacer posible el encuentro. La oración que como fuego anima la vida del sacerdote es el grito de un corazón quebrantado y humillado, que -nos dice la Palabra- el Señor no desprecia (cf. Sal 50,19). «Cuando uno grita, el Señor lo escucha / y lo libra de sus angustias; / el Señor está cerca de los atribulados, / salva a los abatidos» (Sal 34, 18-19).
Un sacerdote tiene que tener un corazón suficientemente “ensanchado” para dar cabida al dolor del pueblo que le ha sido confiado y, al mismo tiempo, como el centinela, anunciar la aurora de la Gracia de Dios que se manifiesta en ese mismo dolor. Abrazar, aceptar y presentar la propia miseria en cercanía al Señor será la mejor escuela para poder hacer lugar gradualmente a toda la miseria y el dolor que encontrará diariamente en su ministerio hasta que él mismo se vuelva como el corazón de Cristo. Esto preparará al sacerdote también para otras de las cercanías: con el Pueblo de Dios. En la cercanía con Dios el sacerdote fortalece la cercanía con su Pueblo y viceversa. En la cercanía con su pueblo también vive la cercanía con su Señor.
Esta cercanía con Dios a mi me llama la atención, es la primera tarea de los obispos, porque cuando los apóstoles inventan a los diáconos Pedro explica la función: a nosotros -los obispos- nos corresponde rezar y anunciar la Palabra. Y esto lo debe aprender también el sacerdote, rezar. «Es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30), decía Juan Bautista. La intimidad con Dios hace posible todo esto, porque en la oración se experimenta ser grandes a sus ojos, y ya no es un problema para los sacerdotes cercanos al Señor hacerse pequeños a los ojos del mundo. Y ahí, en esa cercanía, ya no da miedo conformarse con Jesús crucificado, como se nos pide en el rito de la ordenación sacerdotal. Que es muy bonito pero lo olvidamos a menudo.
Cercanía al Obispo
Esta segunda cercanía durante mucho tiempo solo se leía en forma unilateral. Como Iglesia con demasiada frecuencia, e incluso hoy, hemos dado a la obediencia una interpretación lejana al sentir del Evangelio. La obediencia no es un atributo disciplinar sino la característica más profunda de los vínculos que nos unen en comunión. Obedecer, en este caso al Obispo, significa aprender a escuchar y recordar que nadie puede pretender ser el poseedor de la voluntad de Dios, y que ésta solo puede entenderse a través del discernimiento. La obediencia, por tanto, es escuchar la voluntad de Dios, que se discierne precisamente en un vínculo. Esta actitud de escucha permite madurar la idea de que cada uno no es el principio y fundamento de la vida, sino que necesariamente debe confrontarse con otros. Esta lógica de las cercanías -en este caso con el Obispo, pero que también rige para las otras- posibilita romper toda tentación de encierro, de autojustificación y de llevar una vida “de soltero o de solteros”.
Cuando los sacerdotes se encierran, se encierran, y terminan “solterones”, con todas las manías, las cosas de los “solterones”, no es bonito eso. Y esta cercanía invita, por el contrario, a apelar a otras instancias para encontrar el camino que conduce a la verdad y a la vida.
El obispo, no es un supervisor de escuela, no es un vigilante, es un padre. Y se debe dar esta cercanía, y el obispo debe intentar comportarse así porque de lo contrario aleja a los sacerdotes o acerca solamente a los ambiciosos.
El obispo, sea quien sea, permanece para cada presbítero y para cada Iglesia particular como un vínculo que ayuda a discernir la voluntad de Dios. Pero no debemos olvidar que el obispo mismo solo puede ser instrumento de este discernimiento si también él se pone a la escucha de la realidad de sus presbíteros y del pueblo santo de Dios que le ha sido confiado. Cito la Evangelii gaudium: «Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida» (n. 171).
No es casualidad que el mal, para destruir la fecundidad de la acción de la Iglesia, busca socavar los vínculos que nos constituyen. Defender los vínculos del sacerdote con la Iglesia particular, con el instituto a que se pertenece y con su propio obispo hace que la vida sacerdotal sea digna de crédito, defender el vínculo. La obediencia es la opción fundamental por acoger a quien ha sido puesto ante nosotros como signo concreto de ese sacramento universal de salvación que es la Iglesia. Obediencia que puede ser confrontación, escucha y, en algunos casos, tensión, pero no se rompe. Esto pide necesariamente que los sacerdotes recen por los obispos y se animen a expresar su parecer con respeto, valentía y sinceridad. Pide también de los obispos, humildad, capacidad de escucha, capacidad de autocrítica y de dejarse ayudar. Si defenderemos este vínculo, avanzaremos con seguridad en nuestro camino.
Cercanía entre los sacerdotes
Es precisamente a partir de la comunión con el obispo que se abre la tercera cercanía, que es la de la fraternidad. Jesús se manifiesta allí donde hay hermanos dispuestos a amarse: «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos» (Mt 18,20). También la fraternidad como la obediencia no puede ser una imposición moral externa a nosotros. La fraternidad es escoger deliberadamente, ser santos con los demás y no en soledad, santos con los demás.
Un proverbio africano dice: “Si quieres ir rápido tienes que ir solo, mientras que si quieres ir lejos tienes que ir con otros”. A veces parece que la Iglesia es lenta -y es verdad-, pero me gusta pensar que es la lentitud de quien ha decidido caminar en fraternidad. Incluso acompañando a los últimos, siempre en fraternidad.
Las características de la fraternidad son las del amor. San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios (cap. 13), nos ha dejado un “mapa” claro del amor y, en cierto sentido, nos ha indicado a qué debe aspirar la fraternidad. En primer lugar, a aprender la paciencia, que es la capacidad de sentirnos responsables de los demás, de cargar sus pesos, de sufrir, en cierto modo, con ellos. Lo contrario a la paciencia es la indiferencia, la distancia que creamos con los demás para no sentirnos involucrados en su vida. En muchos presbíteros tiene lugar el drama de la soledad, de sentirse solos. Se tiene la sensación de sentirse no dignos de paciencia y de consideración. Más aún, sienten que del otro no pueden esperar el bien, la benignidad, sino sólo el juicio. El otro es incapaz de alegrarse del bien que se nos presenta en la vida, y yo tampoco soy capaz de alegrarme cuando veo el bien en la vida de los demás. Esta incapacidad es la envidia, que tanto atormenta a nuestros ambientes y que es una fatiga en la pedagogía del amor, no simplemente un pecado que se debe confesar. El pecado es lo último, la actitud envidiosa. La envidia está muy presente en las comunidades sacerdotales.
En la Palabra de Dios se dice que la envidia es la actitud destructora. Por la envidia, la envidia del diablo, entró el pecado al mundo, es la puerta, es la puerta para la destrucción. Y sobre esto debemos hablar claro: en nuestros presbiterios existe la envidia, no todos son envidiosos, pero existe la tentación de la envidia, estemos atentos, y de la envidia a las habladurías.
Para sentirnos parte de la comunidad, del “ser de los nuestros”, no hace falta ponernos máscaras que muestran sólo una imagen triunfante de nosotros. No tenemos necesidad de presumir, ni mucho menos de pavonearnos o, peor aún, de asumir actitudes violentas, faltando el respeto a quien está junto a nosotros. Porque también existen formas clericales de bullying. Porque un sacerdote, si de algo tiene que presumir es de la misericordia del Señor; porque el sacerdote mismo conoce su pecado, su miseria y sus límites, pero hizo experiencia que donde abundó el pecado sobre abundó la gracia (cf. Rm 5,20); y esa es su mejor buena noticia. Un sacerdote que tiene presente esto no es envidioso, no puede ser envidioso.
El amor fraterno no busca el propio interés, no deja espacio a la ira, al resentimiento, como si el hermano que está a mi lado me hubiera defraudado de alguna manera. Y cuando encuentro la miseria del otro, estoy dispuesto a olvidar para siempre el mal recibido, a no convertirlo en el único criterio de juicio, hasta el punto de gozar quizás de la injusticia cuando se refiere precisamente a quien me ha hecho sufrir. El amor verdadero se complace en la verdad y considera un pecado grave ir contra ella y contra la dignidad de los hermanos con calumnias, maledicencias y las habladurías. El origen es la envidia y se llega también a las calumnias para alcanzar un lugar. Esto es muy triste, cuando se solicitan desde aquí informaciones para hacer obispo a alguno y muchas veces, muchas veces, recibimos informaciones enfermas de envidia, y esto es una enfermedad de nuestros presbiterios. Muchos de ustedes son formadores en los seminarios, tengan en cuenta esto.
Pero, en este sentido no se puede permitir que se crea que el amor fraterno es una utopía, menos aún un “lugar común” para suscitar bellos sentimientos o palabras de circunstancias en un discurso tranquilizador, ¡no! Todos sabemos lo difícil que puede ser vivir en comunidad, o en presbiterio, algún santo decía la vida comunitaria es mi penitencia, no, compartir el día a día con aquellos que hemos querido reconocer como hermanos. El amor fraterno, si no queremos endulzarlo, acomodarlo, disminuirlo es “la gran profecía” que en esta sociedad del descarte estamos llamados a vivir. Me gusta pensar al amor fraterno como un gimnasio del espíritu donde día a día nos confrontamos con nosotros mismos y tenemos el termómetro de nuestra vida espiritual. Hoy la profecía de la fraternidad sigue viva y necesita anunciadores; necesita personas que conscientes de sus límites y de las dificultades que se presentan se dejen tocar, cuestionar y movilizar por las palabras del Señor: «Todos conocerán que son mis discípulos si se aman unos a otros» (Jn 13,35).
El amor fraterno para los presbíteros no queda encerrado en un pequeño grupo, sino que se declina como caridad pastoral (cf. Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 23), que impulsa a vivirlo concretamente en la misión. Podemos decir que amamos si aprendemos a declinar esa caridad pastoral en la manera que la describe san Pablo. Y solo quien busca amar está a salvo. Quien vive con el síndrome de Caín, con la convicción de que no puede amar porque siente siempre no haber sido amado, valorizado, tenido en la justa consideración, al final vive siempre como un vagabundo, sin sentirse nunca a casa, y por eso mismo está más expuesto al mal, a hacerse daño y hacer daño a los demás. Por eso el amor en el presbiterio tiene una función de protección, protección mutua.
Me atrevería a decir que ahí donde funciona la fraternidad sacerdotal y hay lazos de auténtica amistad, también es posible vivir con más serenidad la elección del celibato. El celibato es un don que la Iglesia latina custodia, pero es un don que para ser vivido como santificación requiere relaciones sanas, vínculos de auténtica estima y genuina bondad que encuentran su raíz en Cristo. Sin amigos y sin oración el celibato puede convertirse en un peso insoportable y en un anti testimonio de la hermosura misma del sacerdocio.
Cercanía al pueblo
Nos hará bien leer la Lumen Gentium, el número 8 y el número 12. Muchas veces he señalado como la relación con el Pueblo Santo de Dios no es un deber para cada uno de nosotros un deber sino una gracia. «El amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 272). Es por eso que el lugar de todo sacerdote está en medio de la gente, en una relación de cercanía con el pueblo. He señalado en la Evangelii gaudium que «para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo fiel. Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Jesús quiere servirse de los sacerdotes para llegar más cerca al Pueblo de Dios. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia» (n. 268). La identidad sacerdotal no se puede entender sin la pertenencia al Pueblo de Dios.
Estoy convencido que, para comprender de nuevo la identidad del sacerdocio, hoy es importante vivir en estrecha relación con la vida real de la gente, junto a ella, sin ninguna vía de escape. «A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo» (ibíd, 270). El pueblo no es una categoría lógica, solamente para entenderlo es necesario acercarse como una categoría mítica.
Cercanía al Pueblo de Dios. Una cercanía que, enriquecida con las “otras cercanías”, invita y en cierta medida exige desarrollar el estilo del Señor, que es estilo de cercanía, de compasión y de ternura porque capaz de caminar no como un juez sino como el Buen Samaritano que reconoce las heridas de su pueblo, el sufrimiento vivido en silencio, la abnegación y sacrificios de tantos padres y madres por llevar adelante sus familias, y también las consecuencias de la violencia, la corrupción y de la indiferencia que a su paso intenta silenciar toda esperanza. Cercanía que permite ungir las heridas y proclamar un año de gracia en el Señor (cf. Is 61,2).
Es clave recordar que el Pueblo de Dios espera encontrar “pastores” al estilo de Jesús -y no tanto “clérigos de estado”. Recordemos en aquella época en Francia con el cura de Ars. El Pueblo de Dios nos pide pastores del Pueblo y no “clérigos de estado” o “profesionales de lo sagrado”- ; pastores que sepan de compasión, de oportunidad; hombres con valentía capaces de detenerse ante el caído y tender su mano; hombres contemplativos que en la cercanía con su pueblo puedan anunciar en las llagas del mundo la fuerza operante de la Resurrección.
Una de las características cruciales de nuestra sociedad de “redes” es que abunda el sentimiento de orfandad. Conectados a todo y a todos falta la experiencia de “pertenencia” que es mucho más que una conexión. Con la “cercanía” del pastor se puede convocar a la comunidad y ayudar a crecer el sentimiento de pertenencia; pertenecemos al Santo Pueblo fiel de Dios que está llamado a ser signo de la irrupción del Reino de Dios en el hoy de la historia. Si el pastor anda disperso, lejano, las ovejas también se dispersarán y quedarán al alcance de cualquier lobo.
Esta pertenencia, a su vez, proporcionará el “antídoto” contra una deformación de la vocación que nace precisamente de olvidarse que la vida sacerdotal se debe a otros -al Señor y a las personas por él encomendadas-. Este olvido está en las raíces del clericalismo, ha hablado el Cardenal Ouellet, y sus consecuencias.
El clericalismo es una perversión -y uno de sus signos es la rigidez, otra perversión- porque se constituye con “lejanías”. Cuando pienso en el clericalismo, pienso también en la clericalización del laicado, esa promoción de una pequeña elite que entorno al cura termina también por desnaturalizar su misión fundamental (cf. Gaudium et spes, 44). Muchos laicos clericalizados, muchos, dicen soy de esta asociación, de tal parroquia… los elegidos, muchos, clericalizados, es una tentación.
Recordemos que «la misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273).
Me gustaría relacionar esta cercanía al Pueblo de Dios con la cercanía con Dios, ya que la oración del Pastor, se nutre y encarna en el corazón del Pueblo de Dios. Cuando reza, el pastor lleva las marcas de las heridas y las alegrías de su gente a la que presenta desde el silencio al Señor para que las unja con el don del Espíritu Santo. Es la esperanza del pastor que confía y lucha para que el Señor bendiga a su Pueblo.
Siguiendo -concluyo- la enseñanza de San Ignacio «porque no el mucho saber harta y satisface al ánima, más el sentir y gustar de las cosas internamente» (Ejercicios Espirituales, Anotaciones, 2), a los Obispos y sacerdotes hará bien preguntarse “cómo están mis cercanías”, cómo estoy viviendo estas cuatro dimensiones que configuran mi ser sacerdotal de manera transversal y que me permiten “gestionar” las tensiones y “desequilibrios” que a diario tenemos que manejar.
Estas cuatro cercanías son una buena escuela para “jugar en la cancha grande” a la que el sacerdote es convocado sin miedos, sin rigidez, sin reducir ni empobrecer la misión. Un corazón sacerdotal sabe de cercanías porque el primero que quiso ser cercano fue el Señor. Que Él visite a sus sacerdotes en la oración, en el Obispo, en los hermanos presbíteros y en su pueblo. Que Él altere las rutinas e incomode un poco, despierte la inquietud -como en el tiempo del primer amor- ponga en movimiento todas las capacidades para que nuestros pueblos tengan vida y vida en abundancia (cf. Jn 10,10).
Las cercanías del Señor no son una carga más sino son un regalo que Él hace para mantener viva y fecunda la vocación. Frente a la tentación de encerrarnos en discursos y discusiones interminables sobre la teología del sacerdocio o sobre teorías de lo que debería ser, el Señor mira con ternura y compasión y ofrece a los sacerdotes las coordenadas desde donde discernir y mantener vivo el ardor por la misión: cercanía, que es compasiva y tierna, cercanía con Dios, con el Obispo, con los hermanos presbíteros y con el pueblo que le fue confiado. Cercanía con el estilo de Dios que es cercano con compasión y ternura. Y gracias a ustedes por su cercanía y su paciencia, gracias.
Etiquetas: obispos, Vaticano, Sacerdotes, Sacerdocio, Papa Francisco, Celibato sacerdotal, discurso del Papa
Fuente:www.aciprensa.com
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